Artículo de Gilles Duavé en el que retoma los aspectos básicos de la revolución comunista en la perspectiva de la realidad presente: la del fin de los llamados "socialismos reales" como la debacle ambiental y su contestación ecológica, entre otros.
Nota de A&C: Este escrito de Gilles Dauvé fue escrito para unos compañeros de Lituania que deseaban publicar el ensayo Capitalismo & Comunismo (1972). Algunos aspectos de este texto podría ser de especial interés para las personas que vivieron en los antiguos Estados “socialistas” (como Lituania), pero los temas mencionados aquí conciernen a todos los que se preocupan de la crítica radical de este mundo dominado por el capital.
El texto original se encuentra en el sitio web de Troploin. y Libcom.
La traducción de este texto fue realizada por el equipo editorial de A&C.
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En [i]este(/i] mundo, pero no de este mundo
Para los vencedores, el botín
La historia está escrita por los vencedores. En 1970, la palabra comunismo era un sinónimo para aquello que existía en la URSS y en otros regímenes similares. Ahora no tiene otro significado socialmente aceptable que designar aquello que solía existir en la URSS y en otros regímenes similares. Para las personas que viven en los países antiguamente burocráticos, el comunismo se ha convertido en una palabra odiada, un símbolo de opresión (lo cual es suficientemente malo) en el nombre de la libertad (lo que lo hace aún peor).
Sin embargo, hay una confusión igual de grande en los países que nunca formaron parte del bloque “socialista”. En Francia, por ejemplo, donde aún existe el llamado Partido Comunista (aunque en decadencia), o en Inglaterra donde el CPGB [Partido Comunista de Gran Betraña] se disolvió después de 1991, es tan difícil como en Lituania plantear la cuestión comunista. Las miradas críticas del capitalismo son algo cotidiano, tanto en los medios como en el discurso académico, pero el comunismo ya no se aborda seriamente ni como amenaza, ni como promesa. La confusión se ha complementado con la oscuridad.
Volver a la URSS
Como casi ningún país se considera a sí mismo socialista, la mayoría de las personas, incluidos algunos radicales, tienden a considerar los debates sobre la naturaleza de la URSS como obsoletos.
Están equivocados. El sistema que dominó Lituania por 45 años y Rusia por 70 años, fue efectivamente un régimen burocrático, policial y totalitario, pero fue también una variante del capitalismo, y debemos comprender por qué lo fue, si es que deseamos comprender en qué podría consistir una revolución futura en Lituania y Rusia tanto como en Gran Bretaña o en los Estados Unidos.
El capitalismo no es solamente un sistema de dominación en el cual fuerzas minoritarias fuerzan a las personas a trabajar para su propio beneficio. En 1950, tanto en Vilna como en Pittsburgh, el dinero era un medio para comprar trabajo, el cual fue puesto a trabajar para valorizar sumas de dinero acumulado en polos de valor denominados compañías o corporaciones. Estas empresas no podrían continuar existiendo a menos que acumularan valor a una tasa socialmente aceptable. Esta tasa no era la misma en Vilna que en Pittsburgh. Al igual que las empresas con sede en Pittsburgh, las empresas lituanas se administraron como unidades separadas, pero (a diferencia de Pittsburgh), ningún propietario privado podía venderlas o comprarlas a voluntad. Aun así, una empresa lituana que fabricaba zapatos no solo producía zapatos como objetos que se supone cumplen una determinada función: tenían que hacer el mejor uso rentable de todo el dinero que se había invertido para producir los zapatos. La “formación del valor” importó tanto en Vilna como en Pittsburgh. Esos zapatos no fueron entregados gratis al peatón de Pittsburgh o Vilna que luego se los pondría y se iría. En ambas ciudades, el peatón o pagó por sus zapatos o continuó descalzo.
Por supuesto, el Estado lituano podía decidir subsidiar zapatos y venderlos a bajo precio, es decir, por debajo del costo de producción. Pero en cada país, el valor tenía que finalmente realizarse en el mercado. Los planificadores de Rusia, de Alemania Oriental y de Lituania seguían doblando las reglas de la rentabilidad, pero no podían jugar ese juego para siempre. Estas reglas se hicieron valer al final, a través de la mala calidad, la escasez, el mercado negro, la depuración de los gerentes, etc. El Estado protegió a las empresas de Vilna contra la bancarrota. Pero eso fue artificial. Nadie puede evadir la lógica de la valorización durante demasiado tiempo. Una empresa, diez empresas, mil podían salvarse del cierre, hasta que un día fue la sociedad entera la que se declaró en bancarrota. Si el Estado Británico, Belga o Francés hubiese rescatado permanentemente a todas las empresas no rentables desde los primeros días de la industrialización, el capitalismo ya habría muerto en Gran Bretaña, Bélgica o Francia. En resumen, la «ley del valor» funcionaba de maneras muy diferentes en el capitalismo «burocrático» y en el capitalismo «de mercado», pero se aplicaba a ambos sistemas. (Nadie niega la naturaleza capitalista de Bahrein o del Congo, donde las formas capitalistas son bastante diferentes de las canadienses o italianas. Sobre la formación de valores y la implosión en la URSS, ver Aufheben, n ° 9, 2000).
Tal como en sus versiones Occidentales, el auge y declive del capitalismo de Estado dependía de los conflictos de clases y los compromisos, en el centro de los cuales estaba la necesidad de convertir el trabajo en trabajo rentable. En la URSS y en la Europa Oriental después de 1945, esta necesidad tomó la forma de una constante política de represión que iba de la mano con la protección del trabajo (tanto en la fábrica como en las granjas colectivas), lo que permitía acumulación de valor incluso a despecho de una baja productividad. Después de todo, el capitalismo burocrático ruso funcionó por un largo tiempo.
La totalidad del sistema no colapsó por ser demasiado represivo hasta el punto de terminar por agotar a las personas, sino que lo hizo cuando los compromisos de clase dejaron de ser socialmente productivos –especialmente cuando no pudo soportar la presión de un mercado mundial dominado por un Occidente mucho más dinámico.
La Megamáquina
Desde que escribimos la primera versión de Capitalismo & Comunismo en 1972, la crítica ecológica (convencional o “profunda”) del capitalismo se ha vuelto bastante común. El “Anti-industrialismo” nace en los países “ricos” de Occidente donde el exceso de consumo y desperdicio es evidente a simple vista. Pero está destinado a desarrollarse en los países de Europa del Este, a menudo empobrecidos, donde el “crecimiento de las fuerzas productivas” sin trabas también resulta en una catástrofe: Tchernobyl sucedió antes de Fukushima.
La crítica anti-industrial apunta hacia elementos esenciales del capitalismo, pero eventualmente pierde de vista la totalidad del problema.
La industria está en el corazón del mundo en el que actualmente vivimos y es difícil imaginar un capitalismo no-industrial. La sociedad “post-industrial” hoy en un mito tanto como lo era en 1970. Sin embargo, la industria no es el corazón del capitalismo. No nos estamos enfrentado a una megamáquina libremente autopropulsada, sino a una relación entre el capital y el trabajo, la cual es tanto la causa como el efecto de un escape (runaway) burocrático-tecno-industrial en rumbo de colisión con el futuro. Sin embargo, esta escalada ilimitada no es autosuficiente (no más de lo que lo es el espectáculo en el sentido situacionista). El principal motor de la megamáquina es la relación capital/trabajo. Incluso antes que fuera privatizada y convertida en una multinacional, la francesa EDF, una de las mejores (es decir, peores) ilustraciones de la tecnoestructura burocrática y un exitoso grupo de presión a favor de la energía nuclear, tenía que subordinarse a los criterios de la productividad del trabajo y la rentabilidad del trabajo. Los grandes hombres de negocios solamente desean más fábricas y máquinas si esto les permite apropiarse de más valor: de lo contrario, las mueven a otra parte o las dejan pudrirse en la inactividad. El capitalismo necesita de inventores, pero las decisiones las toman los inversores.
(Del mismo modo, sería igualmente incorrecto considerar el dinero como el motor principal del mundo actual. El dinero está en todas partes, pero no es el núcleo del sistema. Lo esencial es la creación y la acumulación de valor a través del trabajo productivo. El dinero viene desde (y va hacia) donde se domina directa o indirectamente a los proletarios en el trabajo. Los banqueros viven de los albañiles, y no al revés).
La tendencia a la ilimitación se remonta hace mucho tiempo atrás en la historia humana, y para bien o para mal se manifestó en todo tipo de formas: construcción de pirámides e imperios, religión, arte, etc. La industria y el trabajo asalariado le dieron un impulso sin precedentes: con la existencia del trabajo como una mercancía -lo que implica un mercado relativamente libre- vino la obsesión por la máxima productividad, el ahorro de tiempo de trabajo, el dinero como un flujo sin fin, el consumo masivo y la obsolescencia planificada. Hoy es el capital lo que estructura la ilimitación. No desmantelaremos el complejo burocrático-militar-industrial asumiendo el monstruo industrial, la hiperproducción y el consumo excesivo como tales. Solo nos desharemos de ellos librándonos del mundo del dinero y del sistema de valores basado en el trabajo asalariado.
Un capitalismo ecológicamente reformado es imposible. No nos hagamos ilusiones sobre el des-crecimiento, el no-crecimiento o el sub-crecimiento. El capitalismo es escalada: no des-escalada. El autocontrol no es un hábito o virtud capitalista.
Clase & lucha de clases
La relación entre capital y trabajo domina el mundo actualmente existente, no obstante a menudo otros soberanos ocupan el escenario central, tanto en el corazón de África como en Nueva York. En cualquier caso, el énfasis en la clase o la lucha de clases no es nuestro punto focal. A. Smith (1776) y D. Ricardo (1817) reconocieron la coexistencia de las clases. A principios del siglo XIX, lúcidos historiadores burgueses interpretaron la revolución francesa como un núcleo de conflictos de clase (véase la carta de Marx a J. Weydemeyer, 5 de marzo de 1852). La persistencia de la lucha de clases (o su exacerbación) no depende de nosotros. No sirve de nada demostrar incesantemente la permanencia de una confrontación que es fácil de ver. Nuestro “problema” no es que exista o no, sino que podría acabar mediante una revolución comunista que tiene que surgir en una sociedad formada y desgarrada por la interacción de proletarios y burgueses. Nuestra preocupación es una lucha de clases que sea capaz de producir algo más que su propia continuación.
¿Hay una contradicción aquí, y una mayor?
Sí. Pero la verdadera pregunta es si esta contradicción puede ser resuelta… o si no puede serlo.
Entonces, ¿dónde están esos proletarios?
¿No hay cada vez menos trabajadores industriales?
En Europa Occidental, Norteamérica y Japón, el declive es innegable. En la década de 1950, los trabajadores manuales comprendían no menos que el 70% de la fuerza de trabajo en Inglaterra: cuarenta años después, hay más profesores universitarios que mineros. (M. Savage & A. Miles, The Re-Making of the English Working Class 1840-1940, Routledge, 1994). En gran parte, este cambio se debe a la relocación de la manufactura hacia América Latina (aunque en una extensión menor) y Asia. Sin embargo, esto no nos lleva a creer que actualmente en los viejos países industrializados todos están enseñando, tipeando sobre un teclado, comunicando, programando… o viviendo del subsidio. La sociedad moderna contemporánea no está dividida entre una cada vez más grande clase media y una siempre más pobre y decreciente ex-clase trabajadora. No es casualidad que la noción de subclase se volviera popular al mismo tiempo que la noción sociedad de clases pasaba de moda: mientras que la clase trabajadora era temida como (y de hecho era) un agente del cambio histórico, la subclase puede ser tranquilamente considerada como un triste remanente de un pasado difunto que debe ser atendido por el bienestar y la acción policial. La desaparición de los proletarios no está documentada por los hechos. En Francia, el trabajo manual y el trabajo de oficina de baja categoría -trabajos ocupados por lo que se podría llamar “proles”- alcanza aproximadamente el 60% de la población trabajadora. Además, en el pasado, muy pocos países (Gran Bretaña y Alemania, por ejemplo) alguna vez tuvieron una mayoría de trabajadores industriales.
Las estadísticas, sin embargo, no nos cuentan toda la historia. Tan pronto como el proletariado industrial apareció en la escena histórica, puso en marcha un programa propio.
Ya en la década de 1840, a pesar de su pequeño número (excepto en Inglaterra), la perspectiva comunista ya estaba allí: supresión del trabajo asalariado, del capital, del dinero, del Estado. Desde ese punto de vista, no existe una diferencia fundamental entre el minero Inglés o el artesano proletarizado de París en 1845, y tampoco entre el empleado en un call center en la India y un camionero de California en 2011.
Todas las condiciones “objetivas” y “subjetivas” que llevaron al minero o al artesano hacia la acción comunista, y también todo aquello que entorpecía esa acción en 1845, puede también encontrarse, en diferente formas pero con los mismo efectos, en el caso del empleado de call center y el camionero en el año 2011. En término de oportunidades históricas, como en términos de inercia social, aquello que tienen los cuatro casos en común es mayor que aquello que los diferencia. Ninguna nueva teoría podría probarlo o refutarlo, y nada nos garantiza que los proles de hoy podrían actuar como revolucionarios más y mejor que los del pasado.
La proporción de trabajadores no es un factor que deba ser descartado, pero el gran cambio reside en otra parte. Durante los últimos treinta años, la mano de obra de Europa Occidental, Estados Unidos y Japón ha dejado de ejercer una gran presión sobre el capital. Esto no se debe a que perdieran su función económica, sino porque fueron derrotados después de su no-revolucionaria, pero militante, lucha entre 1960 y 1980. De hecho, es porque fueron derrotados (en las empresas y en la calle) que la burguesía fue capaz de externalizar y transferir gran parte de la manufactura. Los capitalistas de Hong Kong y los burócratas de China continental no forzaron su entrada en los mercados occidentales: Asia se convirtió en (uno de) los talleres del mundo solamente después de que los trabajadores Occidentales y Japoneses fueron derrotados entre los años 1960-70. Pero el juego no ha terminado.
El problema no es que en Canadá o en Italia los proles ahora tengan algo más que perder “aparte de sus cadenas” porque fueron atrapados por el consumo y el crédito y, por consiguiente, “integrados” dentro del capitalismo, mientras que en Bangladesh o en China los proles solamente tienen cadenas para perder y por lo tanto se ajustan con la definición del proletariado revolucionario del Manifiesto Comunista. Los trabajadores metalúrgicos de Berlín en 1919 disfrutaban de una vida mejor que la de los trabajadores textiles de Lancashire en 1850, y sin embargo se rebelaron contra sus jefes y el Estado. Actualmente, tanto en Europa y Estados Unidos como en Asia, el problema es la posible combinación entre trabajo protegido y trabajo precario, entre trabajadores “privilegiados” y trabajadores sobreexplotados. La revolución solamente puede suceder como la combinación de una reacción contra la miseria inducida por la sociedad capitalista y de una reacción contra las riquezas que nos vende ese mismo capitalismo. La revolución comunista es un rechazo combinado contra lo peor que actualmente nos impone el capitalismo y lo mejor que nos ofrece y desea que soñemos. Esta fusión supone un contexto social donde ambas realidad, miseria y riqueza, coexista cara a cara, así los proletarios podrán atacar ambas.
Es más probable que esta fusión ocurra en Denver que en Kinshasa o Dubái, o en Shanghái más que en el remoto rincón de una provincia china donde los productos básicos y el trabajo asalariado aún no se han convertido en relaciones capitalistas de plenamente capitalistas. (Eso no significa que las áreas rurales o también denominadas como “atrasadas” estén más alejadas del comunismo que las “modernas”. En algunos aspectos, podrían estar incluso más cerca: como el mundo del dinero los ha penetrado menos, tendrán menos cadenas de las cuales liberarse. El punto que estamos planteando es que estas áreas no iniciarán un levantamiento comunista, pero desempeñarán su parte, y una parte necesaria, en el proceso revolucionario).
Desde Marx hacia el Marxismo
Hay un problema que no se puede eludir, y que no fue abordado adecuadamente en nuestro texto de 1972. Tomamos prestado mucho de Marx y de personas que se autodenominaban marxistas. ¿Cómo se relaciona la visión de personas como Marx con las monstruosidades que se autodenominaron “comunistas” en el siglo XX?
El Leninismo y el Stalinismo fueron absolutamente diferentes de aquello que Marx estaba intentando lograr, pero hay efectivamente una conexión entre ambos. El capitalismo organizado por el Estado es indudablemente contrario al espíritu de la actividad y de la escritura que Marx desarrolló durante su vida, pero podría afirmarse que es fiel a algunos de sus aspectos. Por ejemplo, El Capital, volumen I (el único que terminó), una de las principales obras de Marx, no finaliza con una conclusión comunista (como realizar un mundo sin mercancía, Estado ni trabajo), sino con la expropiación de los expropiadores a través de la socialización del capitalismo provocada por la necesidad histórica. Esto está lejos de la afirmación del comunismo que podemos leer en los primeros textos de Marx y en sus numerosos cuadernos de anotaciones sobre el mir y las sociedades “primitivas” que estudió en sus últimos años (ninguno de los cuales, como sabemos, hizo públicos).
A fines de los años 60 y principios de los 70, era necesario “volver a Marx” para comprender mejor lo que estábamos experimentando. (Para una mejor comprensión de ese período y de nuestros antecedentes, véase La historia de nuestros orígenes (de La Banquise, 1983), y nuestro ¿De qué va todo esto?, 2007.)
Esto significaba volver hacia la totalidad de la historia y el pensamiento revolucionario, incluyendo la oposición de Izquierda a la Tercera Internacional (las izquierdas “Italiana” y “Germano-Holandesa”), pero también al anarquismo anterior y posterior a 1914. Al contrario de lo que Marx afirmaba en su panfleto anti-Bakunin de 1872 (una de sus obras más débiles), a mediados del siglo XIX ocurrió una verdadera escisión dentro del movimiento revolucionario, que después sería anquilosada en lo que conocemos como Marxismo y anarquismo. Más tarde la escisión, por supuesto, empeoró.
El lector de Capitalismo & comunismo se dará cuenta de que no estamos agregando pequeñas porciones de Bakunin a grandes porciones de Marx (o viceversa). Solo intentamos evaluar tanto a Marx como a Bakunin, puesto que en su época Marx y Bakunin también tuvieron que evaluar, por ejemplo, a Babeuf o Fourier.
Hay una dimensión progresista en Marx: él compartía la creencia decimonónica de que hoy es “mejor” que ayer, y que mañana seguramente será mejor que hoy. Marx sostenía una visión lineal de la historia, y construía una continuidad determinística desde la comunidad primitiva hacia el comunismo. Contribuyó a una visión de los comienzos de la historia en la cual, cuando los grupos humanos fueron capaces de producir más de lo que era necesario para su supervivencia inmediata, este excedente crea la posibilidad de la explotación, de allí su necesidad histórica. Una minoría forzó a la mayoría a trabajar y crear riquezas. Miles de años después, gracias al capitalismo, la gran expansión de la productividad crea otra posibilidad: el fin de la explotación. Bienes de todas las especies son tan abundantes que se vuelve absurda la existencia de una minoría que los monopoliza. Y la organización de la producción está tan socializada que se vuelve inútil (e incluso contraproducente) tenerla dirigida por un puñado de explotadores, cada uno de los cuales administra su propio negocio privado. La burguesía fue históricamente necesaria: luego, su propio éxito histórico (el auge de la economía moderna) los convierte en parásitos. El capitalismo se vuelve a sí mismo inútil. La historia se mueve así desde la escasez hacia la abundancia.
Es cierto que un patrón intelectual tal nunca fue escrito realmente por Marx, pero es la lógica que subyace por debajo de muchos de sus textos y (lo que es más importante) una gran parte de su actividad política. No fue un accidente o un error si él apoyó a la burguesía nacional alemana y claramente a la unión reformista o los líderes del partido: los consideraba como agentes del cambio positivo que eventualmente produciría el comunismo. Por el contrario, despreciaba a los insurrectos como Bakunin a quienes él consideraba fuera del movimiento real de la historia.
De la misma forma, importantes pensadores anarquistas como Kropotkin y Elisée Reclus (ambos reconocidos geógrafos profesionales) también apoyaron puntos de vista deterministas, pero con un énfasis más en la organización social que en la producción. Para ellos, la expansión mundial de la industria y el comercio creó una sociedad humana universal y abierta en la que las diferencias étnicas, las fronteras y los Estados carecían de sentido. En gran parte del pensamiento anarquista, y también del pensamiento Marxista, la sociedad dejaba de verse como el resultado de las relaciones entre los seres y las clases, y se suponía que la revolución iba a suceder debido a un impulso universal hacia una humanidad unificada. Esta era más una explicación tecnológica de la historia que una explicación social.
El Marx determinista, sin embargo, no era el Marx completo, quien mostró un profundo y prolongado interés por lo que no encajaba en la sucesión lineal de las fases históricas. Escribió extensamente sobre las comunas campesinas autoorganizadas con propiedad colectiva de la tierra, y concibió claramente la posibilidad de saltarse la etapa capitalista en Rusia. Sea lo que fuere lo que Kropotkin pensó de Marx, bastantes ideas del anarquista ruso hacen eco a las del famoso exiliado londinense.
Sin embargo, como sabemos, esos puntos de vista más tarde fueron descartados tanto por marxistas reformistas y revolucionarios por igual. El marxismo se convirtió en la ideología del desarrollo económico. Si el capitalismo se socializa cada vez más, hay poca necesidad de revolución: las masas organizadas eventualmente pondrán un final (principalmente pacífico) a la anarquía burguesa. Para resumir, el socialismo no rompe con el capitalismo: lo realiza. Los socialistas radicales solo diferían de los gradualistas en que incluían la necesidad de violencia en este proceso. En El Imperialismo, fase suprema del Capitalismo (1916), Lenin hizo mucho énfasis en el hecho de que los grandes konzerns y carteles alemanes ya estaban organizados y centralizados desde arriba: si los administradores burgueses eran reemplazados por la propia clase trabajadora, y esta planificación racional se extendía desde cada trust privado hacia toda la industria, la totalidad del tejido social se vería alterado. Esta no era, ni quería ser, una ruptura con la mercancía y la economía.
Cualquier definición económica del comunismo permanece dentro del ámbito de la economía, es decir, de la separación del tiempo y el espacio productivo del resto de la vida. El comunismo no se basa en la satisfacción de las necesidades tal como existen ahora o incluso como podríamos imaginarlas en el futuro. Es un mundo en el que las personas establecen relaciones y se involucran en actos que les permiten alimentarse, cuidarse, alojarse y enseñarse… a sí mismos. El comunismo no es una organización social. Es una actividad. Es una comunidad humana.
Capital & trabajo hoy
El corazón del problema es la interacción entre dos componentes básicos del capitalismo: capital y trabajo asalariado. No sirve de nada preguntarse cuál de los dos determina el otro. No hay una sola variable pueda dar cuenta de la evolución del todo. Aun así, si los salarios aumentan demasiado en relación con la productividad, hay disfunciones en el capital. Por el contrario, si los salarios son demasiado bajos, el capital también se desequilibra. Es innecesario decir que el umbral de rentabilidad óptima, deseable, aceptable o insuficiente difiere entre 1851 y 2011, así como en Turín y Harbin en 2011. El nivel de los salarios debe ser capaz de pagar la reproducción de la fuerza de trabajo, es decir, ser suficiente para la mantención del trabajador y de su familia. Un parámetro importante es hasta qué punto el ciclo económico depende del consumo de los trabajadores, y obviamente esta extensión es mucho mayor en Turín que en Harbin.
Después de 1980, el contraataque de la burguesía fue exitoso… incluso demasiado. La negación sistemática del papel del trabajo (es decir, la reducción sistemática de la mano de obra y la reducción de los costes laborales) genera beneficios a corto plazo, pero en detrimento de las ganancias a largo plazo. Las cifras globales de crecimiento del comercio y de la producción mundial en los últimos treinta años oscurecen lo esencial: todavía no hay suficientes ganancias para todos. Los cambios realmente sorprendentes provocados por el neoliberalismo conciernen principalmente al control, la información y la gestión, y no han generado una “tercera revolución tecnológica” de alcance social e impacto histórico comparable al taylorismo, el fordismo y el keynesianismo (véase Gopal Balakshrisnan, “Especulaciones sobre el Estado estacionario“, New Left Review, n.º 59, septiembre-octubre de 2009). En 2004, varias empresas francesas aumentaron sus ganancias anuales en un 55%, principalmente porque se liberaron a sí mismos de sus sectores menos rentables. La pregunta es hasta qué punto la rentabilidad insuficiente puede ser compensada por una estrategia que beneficie a una minoría arraigada en nichos estratégicos (el creciente negocio de alta tecnología, las empresas con fuertes vínculos con el gasto público y, por último, pero no menos importante, las finanzas). No hay nada nuevo aquí. Aquello que se denominaba economía mixta o capitalismo monopólico de Estado en el periodo que va de 1950 a 1980, estaba fundando sobre una constante transferencia de dinero desde la totalidad de los negocios hacia unas pocas compañías. Pero el funcionamiento de un sistema de este tipo implicaba un mínimo de dinamismo: las empresas más poderosas no habrían sido capaces de atraer y acumular ganancias si la rentabilidad general hubiera sido insuficiente.
La actual dificultad de la burguesía no consiste en volver al equilibrio anterior a 1970. No más de lo que era en 1930 volver a un capitalismo de libre comercio que había terminado a fines del siglo XIX. El dilema burgués de hoy es inventar un nuevo contrato social por medio del cual el trabajo pueda ser tratado y conducido de tal forma que impulse el sistema. Los medios para lograr esto diferirán en Turín y en Harbin, pero el objetivo será el mismo en ambas ciudades.
Como sucedió en la década de 1920, lo que ahora falta es una sólida base social: el trabajo asalariado se ha extendido sin el correspondiente consumo masivo. En 1960, los trabajadores de la empresa Ford podían comprar automóviles (a menudo un modelo de Ford) y los trabajadores franceses de Renault comprarían un Renault barato. Hoy en día, el símbolo del crecimiento mundial es la fabricación de productos hechos en China que la mayoría de los trabajadores chinos no pueden pagar y que los clientes estadounidenses compran a crédito. A diferencia de 1950, el capitalismo del siglo XXI no puede desenvolverse con una acumulación de dinero en un polo (capital) y una reducción absoluta de los costos en el otro polo (trabajo). Y menos aún a partir de extraordinarias ganancias especulativas hechas a expensas de la economía “real”. Si hay una lección que aprender de Keynes, es que el trabajo asalariado es tanto un costo como una inversión.
No existe un capitalismo ecológicamente reformado
Hay una diferencia entre el capitalismo de principios del siglo XXI y el capitalismo de los años 30 y 40. El capitalismo contemporáneo no puede evadir la cuestión de su entorno natural. El valor no se produce fuera de una capa de aire respirable (de hecho, el aire “puro” está escaseando). La virtualidad puede ser un emocionante mito de la ciencia ficción, pero no hay capitalismo sin fabricación (y mucha), es decir, sin mucho desperdicio. La necesidad de que cada empresa independiente maximice su productividad implica una indiferencia por lo que se encuentra fuera de la puerta de la fábrica, y una tendencia a tratar a la naturaleza como materia prima para procesarla y utilizarla. (ver Asesinando a los muertos. Amadeo Bordiga sobre el capitalismo y otros desastres, Antagonism, Londres, 2001.) Los ecologistas tienen razón cuando repiten que la forma de vida occidental no se puede extender a 6 o 9 mil millones de personas.
Esto no quiere decir que el capitalismo hoy está enfrentando un límite natural insuperable debido a factores ecológicos que finalmente obligarían a la humanidad a deshacerse del capitalismo, y billones de terrícolas podrían hacer, y lo harían, una revolución ecológica (allí donde la clase trabajadora no logró hacer una revolución comunista). Desafortunadamente, la historia no conoce tales límites insuperables. Las civilizaciones, de hecho, cambian por razones sociales. El capitalismo solo puede ser detenido por la voluntad y la capacidad de los proletarios para transformarlo en algo totalmente distinto. De lo contrario, el sistema encontrará nuevas formas y nuevos medios para seguir adelante. Tal vez algún día una central nuclear explotará y matará a la mitad de los habitantes de Nueva York o Tokio, mientras que la otra mitad tendrá que sobrevivir bajo tierra. Ninguna “crisis mortal” o “crisis final” ha destruido al capitalismo. Las catástrofes ecológicas tampoco lo harán.
El proletariado como contradicción
Hasta ahora, la mayoría de las veces, incluso de manera militante, los proletarios han luchado para mejorar su suerte dentro de esta sociedad: el trabajo intenta sacar el máximo provecho del capital, no abolir la relación capital/trabajo. Reconocer esto es una condición primaria para entender lo que el movimiento comunista tiene enfrentar.
Sin embargo, tampoco entenderemos nada si no lo ponemos en perspectiva. La innegable tendencia reformista profunda que ha prevalecido durante más de 150 años se ha afirmado en relación con -y de hecho alimentada con- esfuerzos radicales presionados por pequeñas (y a veces grandes) minorías proletarias que apuntan a lo que podríamos llamar comunismo. Ningún otro grupo social ha actuado tan persistentemente de esa manera.
Esto ha sido y es así porque los proletarios están ubicados al mismo tiempo dentro y fuera del capitalismo, y actúan en consecuencia. Están en este mundo pero no son de este mundo. Los burgueses viven, prosperan y permanecen dentro de una lógica social que les beneficia. En el otro extremo del espectro social, muchos grupos sufren el actual orden de las cosas, pero están tan excluidos que tienen poco potencial para destruirlo: pueden participar en su supresión, pero es poco probable que la comiencen. . Sólo los proletarios pueden …
… lo que no significa que lo harán. No pretendamos que cualquier conflicto de base en la tienda o en la calle, especialmente si se vuelve violento, podría contener las semillas del cambio comunista: la evidencia histórica apunta a lo contrario. Pero la capacidad del trabajo para defenderse “contra las intrusiones del capital”, como dijo Marx, es una condición de su capacidad para atacarlo. Resistir la opresión y la explotación no es lo mismo que eliminar por completo la opresión y la explotación. Sin embargo, la incapacidad de defenderse es un signo seguro de impotencia general. Es un error ser completamente reacio acerca de aquello que se denomina demandas de pan y mantequilla.
Lo cierto es que las demandas de pan y mantequilla no lograrán unir a los proletarios. A lo sumo, unirán a los proletarios de un país, y solo por un tiempo. Los intereses a corto plazo (pedir más dinero, menos trabajo o luchar para salvar puestos de trabajo) rara vez coinciden, y de hecho generalmente son divisivos. La convergencia solo tendrá lugar contra el trabajo asalariado y la sociedad que se fundamenta en él.
La contradicción entre organizaciones reformistas (que a menudo se vuelven derechamente contrarrevolucionarias, como lo demostró la socialdemocracia Alemana en 1919 y después el stalinismo) y minorías radicales es también una contradicción dentro de los proletarios, e incluso dentro de cada proletario entre reformismo y radicalidad.
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